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DEL CONOCIMIENTO A LA PAZ


                                    Carlos Blanco


        La historia de la humanidad pone de manifiesto que no existe una relación
directa entre conocimiento y paz. No siempre los que más han conocido y aquéllos
cuyas mentes han sido capaces de elevarse por encima de lo inmediato para abrir nuevos
mundos al intelecto humano, han sido también los que más han contribuido a edificar
una cultura de paz.

        Gran parte del claustro de la Universidad de Viena se afilió al partido nazi, como
también lo hicieron los premios Nobel de física alemanes Lenard y Stark. Hitler fue
aplaudido al anexionarse Austria en 1938, en el célebre Anschluss, por cientos de miles
de vieneses, por cientos de miles de habitantes de la ciudad de la música, de la literatura
y del pensamiento. La ciudad que escenificaba de continuo las óperas de Mozart y que
se deleitaba con las sonatas de Beethoven cayó presa del embrujo de Adolf Hitler, y se
contagió del odio indiscriminado hacia tantas personas. ¿Cómo ha sido esto posible?
Nunca debe quedar en el olvido de la memoria colectiva de la humanidad: corruptio
optimi pessima, “la corrupción del mejor es la peor”, decían los clásicos, y nuestra
convulsa historia reciente nos ha mostrado que en ocasiones los mejores han fallado.
Creo que se trata de la contradicción fundamental del ser humano: con la fuerza de su
razón construye las ciencias y el universo de la ética, pero con la fuerza de su egoísmo
destruye a sus hermanos.

        Y, sin embargo, la humanidad parece albergar la esperanza de que llegue el
momento en el cual sí se dé una relación directa entre conocimiento y paz. Así, muchas
veces decimos que tal o cual pueblo ha sido o es más violento que otro porque sus
gentes carecen de educación, o porque están regidos por líderes fanáticos que nublan el
uso del entendimiento y someten toda acción humana al juicio del poder y no al juicio
del conocimiento. También nos damos cuenta de que conforme han aumentado los
índices educativos de nuestros países y, paulatinamente, más y más personas han tenido
acceso a la educación superior, a la información, al cultivo de la lectura y del
pensamiento y al libre intercambio de ideas y opiniones, la conciencia de solidaridad, de
respeto mutuo, de sensibilidad hacia los problemas ajenos, de preocupación por el
futuro del planeta, de atención hacia los colectivos tradicionalmente discriminados, de
la importancia del diálogo, etc., no han hecho sino progresar. Fue Hegel quien afirmó
que la historia de la humanidad era la historia de nuestra conciencia de libertad, historia
repleta de dramas traumáticos que se inscriben en la dialéctica de un proceso que tantas
veces se nos escapa, pero que a la larga trae una mayor conciencia de libertad, de
autonomía y de inserción de cada individuo dentro de la comunidad humana y de su
destino.

       La pregunta, por tanto, no se refiere a si existe de hecho una relación directa
entre conocimiento y paz, ausente en tantas ocasiones en la historia del género humano,
sino a si es posible que establezcamos teórica y prácticamente una conexión entre
conocimiento y paz. Pero primero tenemos que alcanzar un cierto consenso en la
definición de los términos.

        ¿Qué es el conocimiento? No pretendo resumir aquí miles de años de historia de
la filosofía, con visiones tan distintas y muchas veces divergentes sobre la naturaleza del
conocimiento. Se trata de encontrar una categorización que nos permita entender los
elementos básicos que intervienen en lo que intuitivamente entendemos por
conocimiento. A la empresa de categorizar la realidad han dedicado sus esfuerzos
grandes mentes de la humanidad, como Aristóteles, cima de la lógica clásica, el teólogo
y misionero mallorquín Ramón Llull en su Ars Magna, el jesuita y polígrafo alemán del
siglo XVII Athanasius Kircher o el genial filósofo y matemático Leibniz. Su idea de
hallar una characteristica universalis que incluyese los conceptos fundamentales del
pensamiento humano para, a partir de ellos, construir juicios más complejos, al modo de
una composición matemática, le persiguió durante toda su vida, y gracias a ello está
considerado como uno de los precursores más ilustres de la lógica formal
contemporánea.

        El siglo XX ha sido el siglo del lenguaje, con el famoso giro lingüístico en la
filosofía que se ha impuesto tanto en la filosofía del mundo anglosajón, mediante la
filosofía analítica, como en la del mundo continental europeo, a través la hermenéutica
que parte, en gran medida, del énfasis del segundo Heidegger en el lenguaje. El
conocimiento puede contemplarse como un escenario lingüístico de carácter narrativo,
como la épica del conocimiento, en el que intervienen diversos agentes o, para usar la
terminología que desarrolló ampliamente el semiólogo franco-lituano Algirdas Julián
Greimas (1917-1992), “actantes”. Greimas, en su teoría semiótica, distingue seis tipos
principales de actantes en todo discurso narrativo: sujeto, objeto, remitente, destinatario,
ayudante y opositor. SORDAO es el acrónimo mnemotécnico en castellano.

       ¿Cuáles son los actantes en la trama del conocimiento?

      Sujeto: todo ser humano capaz de conocer, y especialmente los que generan
conocimiento, los científicos y los pensadores.

       Objeto: lo real y lo posible. De hecho, en las ciencias humanas lo real se conoce
por comparación con lo posible, como también sucede, a su manera, en las ciencias
experimentales, donde lo posible es el mundo ideal de las formas matemáticas que se
toma como modelo de la realidad.

        Remitente: la historia de la búsqueda humana de conocimiento. Desde los
albores de nuestra racionalidad hemos mirado a lo alto y hemos contemplado las
estrellas, y nos hemos preguntado por qué brillan. Einstein nos dio la respuesta…

       Destinatario: la humanidad, la entera sociedad humana. El conocimiento no se
dirige sólo a los sabios: se dirige a todo hombre y a toda mujer que necesita, por
naturaleza, conocer para vivir.

       Ayudante: las condiciones históricas, sociales, culturales y personales que
favorecen la participación activa en la épica del conocimiento. Así, por ejemplo, basta
pensar en el profundo impacto que tuvo para el helenismo la fundación de la Biblioteca
de Alejandría por el rey Ptolomeo I de Egipto, de la dinastía de los lágidas. La
Biblioteca se convirtió en el centro del saber de la Antigüedad, y contribuyó a que se
definiese una paideia helenística, un ideal de cultura y de educación clásica para todas
las gentes del helenismo que incluyese las obras fundamentales de la poesía, de la
filosofía y de la ciencia. Esta biblioteca también tuvo sus repercusiones en culturas no
helenísticas pero en contacto directo con el helenismo, como el judaísmo. La Carta de
Aristeas, repleta de indudables detalles legendarios, está destinada a legitimar la
traducción griega de la Biblia hebrea, conocida como Septuaginta o versión de los LXX,
traducción que era no sólo una necesidad para los judíos de habla griega de la Diáspora,
sino para que el judaísmo entrase de pleno en el ideal de cultura del ofreciendo su libro
más preciado, la Biblia, ahora situado en la nueva Biblioteca de Alejandría.

        Opositor: ¿qué se opone al conocimiento? Al conocimiento actual la ignorancia,
ciertamente, pero al conocimiento en cuanto tarea, el fanatismo, el dogmatismo, los
prejuicios y la intolerancia. Se opone, en el fondo, la falta de una mente y de un espíritu
de apertura, la falta de humildad de quien se aventura en el conocimiento y la falta de
valoración social de la empresa del conocimiento. Pero sobre todo se opone la cerrazón,
la negativa deliberada a aprender de todos y desde todo, motivada por la soberbia, la
ideología, la cultura o la religión. Se opone al conocimiento quien no se dispone a sí
mismo para una búsqueda constante y para un continuo plantearse preguntas, que a
juicio de Heidegger son “la piedad del pensamiento”.


       ¿Y la paz? Repitamos el esquema de Greimas, tan didáctico e intuitivo:

       Sujeto: las personas y las sociedades.

      Objeto: lo individual y lo colectivo, la paz de cada uno consigo mismo (lo que
Abraham Maslow llamó autorrealización) y la paz de las sociedades entre sí.

        Remitente: la historia de la búsqueda humana de paz, y la historia del
desencuentro humano con la paz, siempre tan trágico. La historia de la humanidad, en
definitiva.

       Destinatario: la humanidad entera.

       Ayudante: las condiciones que promueven la paz, especialmente el espíritu de
tolerancia y de diálogo, el conocimiento mutuo entre los seres humanos y las culturas, la
educación, la memoria de los pueblos y la esperanza de construir un futuro más fraterno.

       Opositor: el egoísmo, el odio y la ignorancia. Decía Kant que el egoísmo es el
mal radical, y en definitiva, odio e ignorancia muchas veces responden a un sentimiento
egoísta: egoísmo en el trato con los demás, en la negativa a verlos como semejantes,
como hermanos y no como enemigos (una categoría que Carl Schmitt convirtió en
concepto central de su filosofía política); y la ignorancia voluntaria muchas veces se
debe al egoísmo de no querer abrirse a otras perspectivas.


       Seguramente uno de los sueños más bellos que ha tenido la humanidad es el de
progreso indefinido. La Ilustración se maravilló de tal manera ante los logros de la
razón humana, de la ciencia, de la técnica y de la crítica, que llegó a creer que la
liberación propiciada por el creciente grado de conocimiento y de desarrollo asociado a
este conocimiento nos haría inermes a las ataduras dogmáticas y a los enfrentamientos
estériles motivados por la sinrazón y el desconocimiento. La felicidad vendría dada por
un estado de progreso continuo, interminable, basado en el conocimiento y en la razón
que nos permite conocer y transformar la realidad mediante ese conocimiento. El ser
humano no debía temer a nada ni a nadie, sino confiar únicamente en su razón, porque
su razón era su mejor arma. Desgraciadamente, la historia posterior al Siglo de las
Luces demuestra que el sueño de la Ilustración no se ha cumplido. Sus promesas no se
han realizado. El conocimiento, la ciencia y la técnica ocultan un inmenso poder
destructor y dominador que no siempre favorece la humanización del mundo y de la
historia.

        Humanización: he aquí la cuestión. Inicialmente, el mundo se presenta ante los
hombres y las mujeres como una realidad hostil, extraña e ignota. Inspira un cierto
miedo. Pero con el conocimiento y con la aplicación del conocimiento mediante la
técnica humanizamos el mundo, o creemos que lo humanizamos. Nos protegemos de las
inclemencias del mundo y de su carácter ciego, que no se expresa en términos de
justicia sino de mera supervivencia, pero al hacerlo nos convertimos finalmente en la
especie dominadora por excelencia y subyugamos el mundo. Y, en lo que se refiere al
propio mundo humano, con el conocimiento tratamos de diseñar normas, instituciones,
costumbres y estructuras sociales que aparentemente permiten la convivencia y, en este
sentido, humanizan las relaciones entre personas. Pero a costa de un gran esfuerzo y,
como brillantemente analizó Sigmund Freud, de reprimir pasiones que con frecuencia
quedan relegadas en el inconsciente y que, eventualmente, pueden aparecer y generar no
poco sufrimiento.

        Es la doble cara de todo proceso de humanización: muchas veces deshumaniza,
y además no siempre es universal. No todas las personas han salido beneficiadas del
ansia humana de humanización del mundo y de la historia. Hay muchas víctimas, cuyo
testimonio sólo se hace público escasamente, que ha dejado atrás el deseo humano de
progresar. Porque este deseo ha encubierto en determinados casos un deseo paralelo de
poder y de dominio. Pero también somos conscientes de que difícilmente concebiremos
otro fin para el ser humano y para la historia que una creciente humanización de todas
las condiciones del mundo individual y del mundo social, que se configuran
históricamente. O, en frase de Marx, “si las circunstancias forman al hombre, entonces
es necesario formar humanamente las circunstancias”. No podemos renunciar a la utopía
de transformar el conocimiento, de transformar la capacidad que tiene la mente humana
de vincular hechos entre sí mediante explicaciones causales y de interpretar la realidad,
en paz, de transformar el conocimiento en un mundo más humano. Como seres
humanos interpretamos el mundo y la historia. Lo que inicialmente nos resulta extraño,
es asimilado a nuestras categorías conceptuales y vitales por medio del pensamiento y
de la acción. Adecuamos el mundo a nuestro mundo, la historia a nuestra historia.

       Comprendemos lo extraño desde lo que no nos es extraño, y la realidad que
tantas veces nos desconcierta la comparamos con lo que nuestra mente, nuestra
imaginación y nuestra fantasía, concibe como posible. La ciencia somete la
multiplicidad de fenómenos del mundo a un conjunto de leyes y, sobre todo, de
procedimientos metodológicos que nos permiten comprender lo aparentemente distinto
como manifestación de una misma realidad subyacente. Así, la física ha conseguido
descubrir las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, enseñándonos que la
inmensa variabilidad de sucesos de la naturaleza se reduce, en último término, al
concurso de cuatro interacciones fundamentales. Y, recientemente, la física también se
plantea llegar a una “teoría del todo” que integre esas cuatro fuerzas. Con el hallazgo de
la estructura del ADN, del ácido desoxirribonucleico, Watson y Crick sorprendieron al
mundo al descubrir la clave de la vida, vida de la que participan tantos y tantos seres
individuales. Los genes son fragmentos de ADN y en los genes se expresa la herencia
de millones de años de evolución. Y con anterioridad Darwin ennobleció el anhelo
humano de conocimiento al proponer una síntesis genial que unificaba la historia
natural de la vida en la Tierra, haciendo proceder las especies más complejas a partir de
las más simples. Lo aparentemente diverso, extraño y distinto, queda a la larga
integrado dentro de una visión de conjunto. ¿Qué tienen que ver, a simple vista, el ser
humano y el organismo unicelular más sencillo? Y, sin embargo, ambos dan testimonio
del mismo proceso evolutivo que ha tenido lugar en nuestro planeta durante los últimos
tres mil millones de años. Ya en el siglo XVII se produjo un avance sin parangón en la
comprensión científica del mundo cuando Isaac Newton, en sus Philosophiae Naturalis
Principia Mathematica, probablemente la obra científica más importante de todos los
tiempos, rompió la rígida separación que los griegos, y en particular Aristóteles, habían
fijado entre la física de los fenómenos terrestres y la física de los fenómenos siderales.
Las estrellas se regían por leyes especiales, porque constituían un mundo cuasi-divino,
diferente del mundo de la Tierra. Pero llegó el genio de Newton, y demostró que las
mismas leyes que se aplican en la Tierra sirven también para explicar lo que tiene lugar
en los cuerpos del espacio sideral. Otra victoria del intelecto humano y de su progresiva,
por utilizar una noción que popularizó el teólogo alemán Rudolf Bultmann, “des-
mitologización” del mundo y de la historia.

        Los conocimientos que el ser humano adquiere en todos los campos del saber no
son inmutables y no siempre son acumulativos. Quizás en las ciencias naturales pueda
decirse que los conocimientos se acumulan, y que, si bien Albert Einstein corrigiese la
mecánica de Newton y su teoría de la gravedad al formular su teoría de la relatividad
(restringida y general), en el fondo la física de Newton sigue aplicándose como caso
límite de la física de Einstein. Pero en las ciencias humanas no ocurre lo mismo. Poco
tienen en común, salvo coincidencias puntuales, la antropología antigua, medieval y de
la primera modernidad con la antropología contemporánea. Se identificarán,
inevitablemente, en aspectos particulares, en informaciones concretas que siguen siendo
válidas aunque sean ampliadas o relativizadas, pero raramente se identificarán en la
metodología de fondo empleada. Sin embargo, el método científico continúa vigente
desde Galileo, a finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, y representa uno de
los mayores hitos en la historia de la humanidad. Ese mismo método ha permitido
corregir a Galileo y a Newton, pero no ha alterado significativamente sus fundamentos.
Se trata, así pues, de un método que entraña un inmenso poder conceptual y explicativo,
un inmenso poder humanizador al permitir a la mente humana avanzar en su
comprensión del mundo. Sus éxitos han hecho que se aplique, aun con problemas, al
ámbito de las ciencias humanas y sociales y que se instituya en una especie de “ideal”
de racionalidad, de rigor y de conocimiento en sentido estricto.

        La ciencia es el conocimiento por excelencia, pero la ciencia no es la paz por
excelencia. La ciencia que desentraña los misterios del universo y que nos muestra el
fascinante mundo de las partículas elementales, la ciencia que incluso llega a la teoría
del caos y adquiere conciencia de que su potencial predictivo puede ser ilusorio, fabrica
las armas más potentes del ingenio humano y nos permite, por primera vez en la historia,
destruir por completo el planeta y destruirnos a nosotros mismos. La ciencia inspira
también temor, temor a que las relaciones humanas sean cada vez menos humanas, a
que la técnica lo invada todo y no deje espacio a la creatividad, a la fantasía y a la vida,
a que lo artificial haga sucumbir a lo natural, a que algunos se aprovechen del inmenso
potencial de la ciencia y de la técnica para ejercer dominio sobre otras personas, etc.
Volvemos a la misma idea de partida: la experiencia ha hecho a la razón pesimista sobre
la capacidad de la ciencia, y del conocimiento en sentido más general, de traer paz al
mundo y a nuestro mundo personal. La idea contraria se antoja más bien como una
utopía trasnochada, propia de la Ilustración y desacreditada por la historia reciente.

        Como humanos, siempre hemos querido vivir mejor, siempre hemos aspirado a
una vida más plena, más humana, más íntegra. Incluso quienes han cometido horrendos
crímenes, muchas veces los han justificado apelando a su carácter necesario en aras de
conseguir un mejor futuro para su pueblo. La humanidad siempre ha mirado hacia
delante. No hemos sido presos de nuestro pasado. Hemos mirado, ciertamente, al
pasado, y en determinadas etapas de la historia el presente ha sido rehén del pasado, de
concepciones caducas y de poderes caducos. Pero desde la Ilustración, la humanidad
sólo tiene futuro. El presente queda relativizado en función del futuro y ya no se nos
ocurriría pensar que el pasado tiene una legitimidad que se instaure sobre el valor del
presente encaminado al futuro. Planificamos, proyectamos, ideamos, concebimos,
imaginamos y soñamos con lo futuro. Creemos que la ciencia acabará encontrando una
vacuna contra el sida o el cáncer, que conflictos bélicos actuales se terminarán
solucionando, que los poderes presentes cederán el testigo a poderes futuros, que lo que
ahora desconocemos o de lo que conocemos poco, como el cerebro, no será un misterio
dentro de años, décadas o siglos, y que las ideas que a día de hoy tomamos como
universalmente válidas e incuestionables quizás dejen de serlo dentro de un tiempo.
Hagamos examen de conciencia sobre este punto y seguramente pensemos que todo
cambiará, y quizás a mejor, en un futuro. Pero todo cambiará. Ya no creemos en una
vuelta al pasado. Lo anterior se nos muestra como regresivo, mientras que en el futuro
situamos todo avance. Nos hemos convencido de la irreversibilidad del tiempo, de esa
flecha que establece la segunda ley de la termodinámica, y concebimos el mundo y la
historia en base a este concepto: el tiempo prosigue su curso y no tenemos más
alternativa que mirar hacia delante.

        La humanidad pone su esperanza en el futuro, en que en un futuro algún genio
explique lo que hoy nos resulta enigmático, que la tecnología haga nuestras vidas más
fáciles, que pueblos hoy enemistados lleguen a entenderse y a amarse, o que
conquistemos nuevos mundos hoy lejanos y casi inalcanzables. Pero no siempre ha sido
así. Hace siglos la humanidad ponía sus ojos en el pasado, en la edad dorada inicial.
Platón miraba a la Atlántida, sempiterno mito de una civilización superior que luego fue
destruida y que permanece imbatible, insuperada. Todo lo posterior ha sido decadencia.
La Biblia nos habla del jardín del Edén como estado inicial de perfecta armonía entre el
ser humano, Dios y la naturaleza. Pero con el pecado vino la perdición y el hombre y la
mujer tuvieron que abandonar ese jardín idílico para entrar en la crudeza de la historia.
Todo ha ido a peor. Después de Grecia y Roma, de su arte, de sus matemáticas y de su
cultura, la decadencia y la pérdida del saber clásico. Europa no superó a los griegos en
conocimientos matemáticos hasta bien entrado el siglo XVII, con el descubrimiento del
concepto de función y con la invención del cálculo infinitesimal por Newton y Leibniz.
El zoroastrismo, el judaísmo profético y tardío y el cristianismo incorporaban ya, en
cierto modo, una idea de historia lineal que se dirige a una consumación. No se
limitaban a mirar al pasado, sino que con sus doctrinas escatológicas hacían depender el
pasado y la comprensión del pasado del futuro. Esto fue un paso relevante, aunque sólo
con la filosofía de los siglos XVII y XVIII la conciencia occidental se abrió
definitivamente a la perspectiva del futuro, en gran medida secularizando nociones de la
tradición judeo-cristiana.

       El futuro se ha convertido en sinónimo de esperanza. Ernst Bloch consagró su
principal libro, El Principio Esperanza, al estudio de la esperanza humana en un futuro
mejor, idea asumida por las llamadas “teologías de la esperanza”, que subrayan la
orientación del pensamiento cristiano hacia la dinámica del futuro, del futuro abierto
capaz de revelar un horizonte más humano.

        Pero el futuro también se ha convertido en sinónimo de incertidumbre o incluso
de miedo. No sabemos qué nos puede deparar y nos asusta lo que nos pueda deparar,
porque con anterioridad nos ha deparado cosas tan horrendas que sólo recordarlas nos
produce pánico. Theodor Adorno escribió que después de Auschwitz no se podía hacer
poesía. Y, es verdad, después de semejante núcleo de inhumanidad es muy difícil hacer
poesía, pero no imposible. La humanidad ha seguido haciendo poesía y haciendo ciencia.
La humanidad ha seguido viviendo, y esforzándose por vivir humanamente. Poco antes
de morir con ciento dos años, el gran teórico de la hermenéutica en Europa, Hans-Georg
Gadamer, decía que el mensaje principal de su obra era el siguiente: la humanidad no
debe perder la esperanza. El poeta chileno Pablo Neruda reiteraba esta idea en su
discurso de recepción del premio Nobel de Literatura en 1971:

        “Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los
desesperados, escribió esta profecía: "A l'aurore, armes d'une ardente patience, nous
entrerons aux splendides Villes". "Al amanecer, armados de una ardiente paciencia,
entraremos a las espléndidas ciudades". Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente.
Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante
geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y
lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por
eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.

       En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a
los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una
ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y
dignidad a todos los hombres.

       Así la poesía no habrá cantado en vano”.


        ¿Por qué perderla? Los peores tropiezos están en contradicción con los grandes
aciertos de la humanidad. La miseria y la destrucción entran en contradicción con lo
sublime de la música o con la belleza de la ciencia. Pero, ¿por qué pensar que los
tropiezos de la historia son inevitables? ¿Por qué pensar que no cabe un futuro mejor?
¿Por qué resignarse y caer presos del pasado? ¿Por qué no hacer alarde de nuestra
fuerza de superación, inspirada en la convicción de que el futuro, en cuanto escenario de
lo imprevisible y de lo desconocido, es por ello un escenario de novedad y de esperanza?
La muerte es una realidad terrible que nos lleva atemorizando desde los albores de
nuestra realidad, pero también es una realidad transformadora que permite la renovación
de la historia. Como decía el físico Max Planck, muchas veces las teorías científicas no
se imponen por la fuerza intrínseca de sus argumentos, sino porque quienes se oponían a
ellas abandonan este mundo. Los peores criminales del pasado ya no existen y
permanecen en la memoria del olvido, mientras que los grandes creadores, los
científicos, los sabios, los humanistas y los santos de las distintas religiones permanecen
en la memoria y existen en el orgullo de la humanidad. Nuestros niños y niñas estudian
su vida y su testimonio en las escuelas porque queremos que así lo hagan, porque
queremos que aprendan de los buenos ejemplos que inspira la historia. Y queremos que
también conozcan los malos ejemplos para que no se repitan, aunque, por otra parte,
sepamos también que no siempre conocer la historia ha evitado que ésta no vuelva a
repetirse.

       La incertidumbre de la historia es la certidumbre de que el futuro nos ofrece un
horizonte de novedad. La incertidumbre de la historia es, así, la certeza de la esperanza.
De esta forma, la pregunta que planteábamos sobre si es posible que se llegue a dar una
conexión directa entre conocimiento y paz se convierte en la siguiente incógnita: ¿es
posible tener esperanza en que el conocimiento conduzca a la paz?

        Cabe pensar en la relación entre conocimiento y paz como si se tratara de dos
polos opuestos: el conocimiento, sinónimo de lo teórico, por un lado, y la paz, resultado
de la acción, por otro. Teoría y praxis, contemplación y acción. El conocimiento sería lo
abstraído de la realidad y de la acción sobre la realidad, la teoría pura que elude
mezclarse con la acción para no quedar contaminada por su parcialidad, contingencia y
relatividad. La acción, por su parte, muchas veces recela de la teoría porque la ve como
algo que no pone los pies sobre la tierra, como algo que no está firmemente asentado en
el terreno de la realidad y que divaga o especula sin siempre encontrar la aplicación
concreta. Las ciencias experimentales han sido capaces de establecer una feliz armonía
entre teoría y praxis, entre conocimiento y aplicación. La tecnología ha servido para dar
prestigio a la ciencia tanto o más que la capacidad que tiene la ciencia de explicarnos el
por qué de los fenómenos de la naturaleza. Pero en las ciencias humanas y sociales no
se ha logrado configurar una relación tan estrecha. Bien es cierto que, por ejemplo,
nuestros sistemas democráticos serían inconcebibles sin la labor de reflexión de tantos
grandes pensadores en los últimos siglos, y ya desde la Grecia antigua, que iluminado
con el poder de sus ideas la realidad social y el modo de organizarla con libertad y con
justicia. Por tanto, todo juicio sobre la aparente inutilidad de las humanidades frente a la
gran utilidad de las ciencias debe ser tachado, inmediatamente, de precipitado y de
superficial. Una cultura que no valore las humanidades y que todo lo reduzca a materias
“prácticas” se convertirá, inevitablemente, en una cultura simple y superficial. En
palabras de Schelling, “el horror a la especulación, el ostensible abandono de lo teórico
por lo netamente práctico produce ostensiblemente en el obrar la misma banalidad que
en el saber”. Cultivar disciplinas aparentemente inútiles constituye un signo de libertad,
de indeterminación y de grandeza humana, y el drama de nuestro tiempo es que el
cultivo de esas disciplinas sólo sea posible en países avanzados cuya principal
preocupación no es la mera subsistencia.

        Debemos desprendernos de la idea de que el conocimiento corresponde, en lo
esencial, a la teoría pura y a la esfera de lo desinteresado, frente a la acción, guiada por
fines e intereses prácticos. El ser humano es, ante todo, un ser que interpreta su mundo y
el mundo, como han subrayado magistralmente la hermenéutica y en especial Hans-
Georg Gadamer en Verdad y método. Todo conocimiento, incluso el que parece erigirse
como quintaesencia de la objetividad, es subjetivo en cuanto proyecta un prejuicio
humano sobre el mundo. La ciencia no es objetiva a secas: es objetiva desde la
subjetividad humana. Categorizamos el mundo de acuerdo con nuestros conceptos y con
nuestros prejuicios. Por ejemplo, partimos del presupuesto de que es posible
comprender la naturaleza y desentrañar sus leyes, pero podría ser que todo fuese, en
último término, una ilusión, una mera coincidencia. El premio Nobel de física Wigner
escribió un libro en el que analizaba la poco razonable efectividad de la aplicación de
las matemáticas en las ciencias de la naturaleza. Porque, en efecto, no tenemos ningún
argumento que a priori nos diga que el universo de las formas matemáticas que
concebimos en nuestra mente pueda describir con exactitud el universo de los objetos
físicos. Aristóteles negaba esta posibilidad, aunque la ciencia posterior parece haber
dado la razón a Platón y a su confianza en las formas matemáticas como clave
hermenéutica de la realidad física, tal y como lo expuso Werner Heisenberg en un
célebre discurso en el Areópago de Atenas. Al mirar científicamente al mundo partimos
del prejuicio de que el mundo es inteligible y de que se nos muestra como una realidad
objetiva. Y como mostró Gadamer, toda comprensión entraña una precomprensión, y
ésta es la precomprensión básica de las ciencias: un mundo inteligible y sujeto a leyes
universales que rigen por igual en cualquier punto del universo si se cumplen las
mismas condiciones. Nuestros enunciados no se refiere sin más a estados de las cosas,
sino que ellos mismos dependen de un sistema de referencia conceptual puesto por
nuestra propia mente. En las últimas décadas, con los avances en la física y en la
matemática suscitados por ramas como la mecánica cuántica o la teoría del caos, nuestra
confianza en la inteligibilidad del mundo y en el poder de la razón para entender y
predecir lo que ocurre en el mundo ya no es tan incontestable. Se nos escapan muchas
cosas. Pero la empresa científica prosigue, aunque la ciencia sea más consciente de sus
limitaciones teóricas.

        No hay motivo para identificar el conocimiento con la teoría pura desinteresada
y desligada voluntariamente de la acción. Todo conocimiento es ya un acto de
humanización, al igual que toda acción sobre el mundo nos reporta un conocimiento
sobre el mundo. Al conocer, al abrirnos a lo extraño, también aprendemos a conocernos
a nosotros mismos. Al conocer nos liberamos de lo inmediato y también nos liberamos
de nosotros mismos, de nuestras ideas preconcebidas, de nuestro entorno, de nuestra
propia historia. Pocas experiencias son tan gratificantes como la de aprender, como la
de abrirse a algo nuevo que nos saca del aquí y del ahora, del hic et nunc. Incluso la
aparentemente inútil y ociosa reflexión de los primeros filósofos sobre el cosmos y el
arjé de la naturaleza fue imprescindible para que la mente humana se liberase de las
cadenas de una concepción mágica del mundo y emprendiese la senda de la
racionalización del mundo. De lo contrario, cualquier individuo medianamente hábil o
astuto podría haber seguido engañando y dominando a sus congéneres al atribuirse la
capacidad de controlar esas fuerzas mágicas. El conocimiento, y el uso de la razón que
nos lleva a él, están al alcance de todos, y no sólo de los sabios y de los poderosos. La
evidencia de la razón es la más liberadora de las evidencias. Martín Lutero se lo hizo
saber al Emperador Carlos V en la Dieta de Worms: o era convencido por la fuerza de la
razón o por argumentos extraídos de la Sagrada Escritura, o no estaba dispuesto a
retractarse. No se iba a dejar convencer por el argumento de autoridad. El conocimiento
vence toda autoridad e instaura él mismo la autoridad. Muchas veces somos presos de
prejuicios, y el mismo conocimiento no es ajeno a esta realidad, pero lo extraordinario
de la historia es que hemos sido capaces de concienciarnos de esos prejuicios.
Jürgen Habermas ha expresado con notable profundidad el vínculo que existe
entre conocimiento e interés. Las ciencias empírico-analíticas tienen un interés técnico,
un interés de dominio. Esto no significa que todo en la ciencia se haga para buscar una
aplicación práctica, sino que incluso los enunciados que sólo pretenden quedarse en el
campo de la teoría se someten a unos procedimientos de validación (o, siguiendo a
Popper, de falsación) para así reforzar el método científico. Provocamos las condiciones
de los experimentos para así legitimar los enunciados teóricos en base a nuestro ideal de
ciencia hipotético-deductiva. Las ciencias histórico-hermenéuticas tienen como
horizonte la interpretación del mundo y de la historia, de manera que con esa
interpretación el sujeto que interpreta se comprenda a sí mismo. No se comprende por
comprender sin más, sino que se comprende para en realidad comprendernos a nosotros
mismos. Es un interés intrínseco del que es inútil intentar desligarse, porque todo
desarrollo en las ciencias humanas sirve también para conocernos en nuestra situación
presente que, eventualmente, nos ilumine sobre el modo en que debemos actuar. En
palabras de Habermas, “la investigación hermenéutica abre la realidad guiada por el
interés de conservar y ampliar la intersubjetividad de una posible comprensión
orientadora de la acción”. De hecho, uno de los mayores logros de este tipo de
disciplinas ha sido precisamente el de poner de relieve la fuerza de nuestras
precomprensiones en campos como la interpretación de la historia o de la sociedad. Las
filosofías de las sospecha, pese a todas sus limitaciones, han contribuido a aclarar que la
pretendida neutralidad de hermenéuticas del pasado escondía, en realidad, una voluntad
de dominio, y sólo mediante la reflexión hemos sido capaces de liberarnos de esos
prejuicios escleróticos para el pensamiento y la acción. Es uno de los éxitos de la
sociología del conocimiento: insertar la búsqueda humana de conocimiento dentro de un
contexto histórico y social para que esa misma búsqueda no caiga presa de la ilusión de
la objetividad pura que, con frecuencia, enmascara prejuicios ancestrales que en lugar
de liberarnos de la ignorancia nos atan más a ella. Y, finalmente, Habermas reconoce
una tercera clase de ciencia, la crítica, cuyo interés es el interés emancipatorio de la
razón: que la razón se haga a sí misma libre y sea capaz de instaurar un diálogo libre de
dominio entre todos los agentes racionales: “sólo en una sociedad emancipada, que
hubiera conseguido la autonomía de todos sus miembros, se desplegaría la
comunicación hacia un diálogo, libre de dominación, de todos con todos, en el que
nosotros vemos siempre el paradigma de la recíprocamente constituida identidad del yo
como también la idea del verdadero consenso”.

        La ciencia crítica coincide fundamentalmente con lo que la historia del
pensamiento occidental ha llamado “filosofía”. Y el “amor a la sabiduría” que ha
inspirado la labor filosófica durante siglos no es en absoluto ajeno al mundo de la
acción. La filosofía raramente ha sido una especulación vacía, desconectada
voluntariamente del acontecer real. Los filósofos han estado influidos por el mundo en
que vivían y han influido con sus ideas en el mundo en que vivían. En este sentido, la
filosofía ha sido siempre política, entendiendo por política lo que tiene que ver con la
polis, con la comunidad humana. La filosofía ha tenido una vocación de comprensión y
de humanización, ¿y acaso hay algo más eminentemente político que la voluntad de
comprender y de humanizar? Incluso un filósofo tan aparentemente instalado en el
universo celeste de las ideas como Platón sufrió en sus propias carnes lo que significan
las implicaciones políticas del pensamiento filosófico: fue vendido dos veces como
esclavo por el tirano de Siracusa cuando le presentó su proyecto de República regida por
el rey-filósofo. ¡Platón, aquél que contempló un kosmos noetikós, un mundo inteligible
de ideas plenamente realizadas, el orden de lo realmente real, vendido como esclavo! La
mayor de las humillaciones, pero también la consecuencia del filosofar: no pasar
inadvertido ante el mundo. Incluso las especulaciones más variopintas de las metafísicas
racionalistas y precríticas tenían implicaciones políticas: respondían a un deseo de
categorización del mundo, a un deseo de racionalización del mundo que también se iría
reflejando paulatinamente en las formas de organización social. Y, por encima de todo,
la filosofía siempre ha favorecido, por su propia naturaleza, un diálogo. La filosofía ha
suscitado preguntas que exigían del diálogo para aproximarse a ellas, de la reflexión
conjunta entre los hombres y mujeres. La filosofía ha promovido la comunicación
humana, y quizás sea éste el mayor éxito del pensamiento filosófico: haber establecido
condiciones intelectuales y sociales para que la humanidad no dejase en ningún
momento de plantearse preguntas y, de esta manera, de trascenderse a sí misma y de
elevarse por encima de lo dado.

        Lo más característico de la especie humana es su capacidad de comunicación. La
comunicación puede, ciertamente, cosificar y ser ella misma generadora de estructuras,
pero ante todo, la comunicación sirve a los individuos y a las colectividades para
trascenderse, para lograr un espacio de comprensión más amplio, para superar las
parcialidades y posibilitar nuevos espacios de acción y de reflexión. En este sentido,
cabe hablar de un humanismo pluralista que no concibe al individuo en base a su
inserción en estructuras preestablecidas, o a las culturas como entidades aisladas que
repiten arquetípicamente invariables estructurales, sino en base a su capacidad constante
de reformar esas mismas relaciones estructurales. La comunicación se muestra en la
ciencia, en la filosofía y en el arte. Con la comunicación, los seres humanos rompen
progresivamente las coacciones de las estructuras naturales y sociales, alcanzando una
mayor conciencia de su libertad. No hay marcha atrás en la conciencia de la libertad. El
mismo hombre que descubre estar sujeto a estructuras es quien imagina los modos de
superar esas estructuras. El mismo hombre que se ve preso de lo preestablecido se lanza,
en la aventura del conocimiento, a ofrecer nuevos espacios de vida y de pensamiento.
La comunicación permite a los seres humanos salir de su ensimismamiento, y permite a
las culturas abrirse a la interacción recíprocamente fecunda. La comunicación está así
en la base de todo progreso histórico, progreso que sólo puede consistir en la
adquisición de un mayor espacio de realización y de liberación humanas. Los avances
en el conocimiento y en las relaciones sociales son un testimonio del poder de la
comunicación: han alumbrado un nuevo universo de humanismo, donde la ignorancia y
las relaciones de dominio han ido cediendo el testigo al entendimiento y a la libertad.
Toda nueva ignorancia y toda nueva relación de dominio son intrínsecamente
coyunturales, porque en la comunicación reside la herramienta para superarlas
constantemente.

        La esperanza en la posibilidad de formar humanamente las estructuras
preestablecidas es la esperanza en el progreso; es la esperanza en la humanidad. Es una
esperanza firmemente enraizada en la naturaleza de la comunicación. La acción
comunicativa establece un medio simbólico para que individuos y colectividades entren
en contacto. La comunicación siempre establece un espacio que trasciende la
parcialidad del individuo singular y de la colectividad o cultura singular. La
comunicación es esencialmente superadora de parcialidades; es el espacio de lo
universal. La comunicación es la esperanza del ser humano. Por ello, todo proyecto de
humanización debe perseguir lo que Habermas ha llamado “una comunicación libre de
dominios”, una comunicación donde sujetos y colectividades puedan expresar todas sus
virtualidades, una comunicación que alumbre un espacio auténtico de realización. El
humanismo pluralista, el humanismo que no obvia los resultados del análisis estructural
sobre la manera en que la historia, la sociedad, la economía y la ciencia condicionan la
comprensión de nosotros mismos; el humanismo que no pretende imponer a priori un
concepto de hombre, asume la esperanza en un futuro más humano. El humanismo
pluralista es así el humanismo de la comunicación, el humanismo que ve en la
capacidad de comunicación la mayor fuerza del hombre. Comunicación que es incluso
capaz de comunicar lo inconsciente; comunicación que es incluso capaz de identificar
las relaciones estructurales; comunicación que está en la base de todo avance en el
conocimiento. Conocimiento que es el instrumento de humanización por antonomasia,
al ser un continuo generador de nuevos espacios de comprensión que permiten superar
la parcialidad que necesariamente lleva a la paralización de todo progreso.

        En el conocimiento como puerta hacia la humanización convergen las ciencias
de la naturaleza y las ciencias del hombre. Las ciencias naturales y las ciencias humanas
pueden contribuir de igual modo a posibilitar una mayor conciencia de libertad. Al
suprimir las cadenas de la ignorancia y al tener un inherente poder de transformarse en
técnica y en idea social, las ciencias naturales y humanas construyen el instrumento que
no sólo materializa el ansia humana de realización, sino que edifica el escenario de una
nueva comunicación, de una comunicación aún más libre de dominios: de una
comunicación aún más humana. El fin de la historia no puede estar sino en la
actualización de la infinita capacidad humana de comunicación. La ciencia, la técnica y
el pensamiento (en cuanto fuerza que alumbra ideas que regirán el funcionamiento de la
sociedad y la comprensión que tiene de sí misma), resultado por excelencia de la
comunicación entre los individuos y las colectividades, entre las personas y las culturas,
alimentan la esperanza de humanización y de lograr una naturaleza fraternal. El
potencial deshumanizador de la ciencia, de la técnica y del pensamiento, puesto de
relieve por tantos autores (sobre todo por Max Horkheimer y Theodor Adorno en la
Dialéctica de la Ilustración) no puede esconder una evidencia fundamental: la
comunicación nos permite ser conscientes de ese potencial deshumanizador, y la ciencia,
la técnica y el pensamiento impulsan la comunicación. Por tanto, todo potencial peligro
de deshumanización que emane del conocimiento y de su aplicación sobre la naturaleza
o sobre la sociedad no podrá eludir el juicio de la razón humana al que lleva la
comunicación entre personas y culturas. Todo potencial deshumanizador no podrá sino
dejar paso a un potencial humanizador, porque en la comunicación como esencia del ser
humano está la llave de su libertad y del florecimiento de sus auténticas posibilidades de
realización. El conocimiento como la obra más genuina de la comunicación no puede
ser ajeno al crecimiento de la conciencia moral humana. En palabras de Noam Chomsky
en Reflections on Language: “es razonable suponer que lo mismo que las estructuras
intrínsecas de la mente subyacen en el desarrollo de las estructuras cognoscitivas,
también el ‘carácter de especie’ provee el marco para el crecimiento de la conciencia
moral, de la realización cultural e inclusive de la participación en una comunidad libre y
justa… Hay una importante tradición intelectual que presenta importantes alegatos a
este respecto. Aunque esta tradición se inspira en el compromiso empirista en el
progreso y en la ilustración, creo que encuentra raíces intelectuales aún más profundas
en los esfuerzos racionalistas para fundar una teoría de la libertad humana. Investigar,
profundizar en y a ser posible establecer las ideas desarrolladas en esta tradición por los
métodos de la ciencia es una tarea fundamental para la teoría social libertaria”.

       La comunicación edifica un espacio de universalidad para el ser humano, y sólo
una ética de la universalidad, una ética que tome conciencia de la universalidad como
proyecto, podrá erigirse en ética auténticamente humanizadora. Las grandes tradiciones
sapienciales, culturales y religiosas de la humanidad convergen en la formulación de
una ética de la humanización, de una ética que permita que el verdadero potencial del
ser humano, potencial de conocimiento y de libertad, resplandezca. Una ética que, sin
caer en la ingenuidad interesada e ideológica que concibe un discurso de justificación
que pretende hacer al sujeto individual único responsable de sus acciones y que
pretende exonerar al sistema (social, económico, cultural…) y a sus estructuras de toda
culpa en la falta de humanización, pero tampoco cediendo ante las presiones de una
visión exclusivamente estructural, logre justamente sacar a relucir que sólo en una
comunicación libre pueden aflorar las verdaderas posibilidades del ser humano, y que
sólo en ella como medio y como fin, toda persona (sin distinción de género, raza,
procedencia, religión o pensamiento) y toda cultura pueda expresarse, realizarse y, más
aún, ser humanamente. Y esa humanidad humanizada a través de la comunicación
entrará también en diálogo con la naturaleza física, con el mundo: “en lugar de tratar a
la naturaleza como objeto de una disposición posible, se la podrá considerar como el
interlocutor en una posible interacción. En vez de a la naturaleza explotada cabe buscar
a la naturaleza fraternal. Podemos (…) comunicar con la naturaleza, en lugar de
limitarnos a trabajarla cortando la comunicación. Y un particular atractivo, para decir lo
menos que puede decirse, es el que conserva la idea de que la subjetividad de la
naturaleza, todavía encadenada, no podrá ser liberada hasta que la comunicación de los
hombres entre sí no se vea libre de dominio. Sólo cuando los hombres comunicaran sin
coacciones y cada uno pudiera reconocerse en el otro, podría la especie humana
reconocer a la naturaleza como un sujeto y no sólo, como quería el idealismo alemán,
reconocerla como lo otro de sí, sino reconocerla en ella como en otro sujeto” (Habermas,
Ciencia y Técnica como Ideología). Raimon Panikkar habla de “ecosofía”, de “sabiduría
de la Tierra” a través del diálogo con la Tierra.

       La explosión de conocimiento y de innovación intelectual y tecnológica a la que
hemos asistido en las últimas décadas ha transformado, a veces de manera paulatina y
otras de forma abrupta, todos los estratos de nuestra vida individual y social. El
desarrollo y, sobre todo, la progresiva universalización del acceso a Internet, nos han
dotado de una capacidad de disponer de las fuentes de conocimiento y de información
que ni los más utópicos de los siglos pasados habrían podido imaginar. Es como si un
gran sueño, ese sueño por conocer, por entender y por descubrir, que nos ha
acompañado durante milenios, estuviese superando las expectativas más optimistas de
los más soñadores y confidentes en los frutos del progreso humano.

        Estoy convencido de que la primacía en el siglo XXI le va a corresponder al
conocimiento, en lo que podríamos denominar provisionalmente como matematismo.
De darse esta situación, estaríamos ante la mayor humanización y democratización de
las actividades económicas y sociales de nuestra historia. La legitimidad, el poder o la
autoridad ya no vendrían dadas por el control del capital, del trabajo o de la naturaleza,
sino por el control del conocimiento, y como el conocimiento nos es cada vez más
accesible, las oportunidades de participación activa en la economía y, en general, en
todas las áreas de la sociedad, serían mayores y más universales.

        Probablemente no exista nada en el mundo que nos libere más de las barreras,
prejuicios y cadenas que el conocimiento. Nos pueden quitar la libertad, pero no el
conocimiento. Con el conocimiento logramos vencer todo intento de dominio (cultural,
económico, religioso…). Con el conocimiento aprendemos a comprender a los demás, a
comprender la naturaleza, y a comprendernos a nosotros mismos. Conociendo, ponemos
las cosas en su lugar. Relativizamos nuestras posiciones y nos hacemos conscientes de
que hay mucho más de lo que piensa nuestra filosofía. Dessinunt odisse qui dessinunt
ignorare: “dejan de odiar los que dejan de ignorar”, en frase del teólogo Tertuliano
(160-220). Lo desconocido nos produce temor o desconcierto. Ocurre igual con las
personas que no conocemos: podemos sentir miedo, indiferencia o incluso envidia hacia
ellas, pero probablemente si las conociésemos de primera mano las desmitificaríamos y
dejarían de producirnos miedo, indiferencia o envidia. Por ello, la amistad y el
conocimiento del mayor número de personas posible es una parte esencial de la
educación y de la felicidad del ser humano.

       Con el conocimiento aprendemos a no resignarnos ante lo que parece inexorable,
porque precisamente es la tarea del conocimiento y de la capacidad humana de alumbrar
nuevo conocimiento el vencimiento de dificultades, obstáculos y aporías. En el
conocimiento, el ser humano se abre a todo y a todos. Decía Aristóteles que el “alma es,
de alguna manera, todas las cosas”. Sustituyamos conocimiento por alma y veremos
cuánto sentido tiene la frase del filósofo griego. El conocimiento es la creación más
extraordinaria del ser humano.

        Una característica notable del conocimiento es que tiende a difundirse. Rara vez
permanece opaco, oculto o escondido, a pesar de los más poderosos intentos por
silenciarlo. Todo código se acaba descifrando y todo enigma resolviendo. Todo se acaba
sabiendo. Por ello, el conocimiento constituye el vínculo de unión por excelencia entre
los seres humanos. El conocimiento atrae al conocimiento, y el deseo de conocer es
común a todos: “todos los hombres buscan por naturaleza conocer”, escribe Aristóteles
al comienzo de su Metafísica.

       No todos tienen las mismas posibilidades, ni internas ni externas, de conocer. Es
deber de la sociedad favorecer que todos tengan acceso a las fuentes del conocimiento y
de la educación. Nadie es libre si vive en la ignorancia y en el desconocimiento. El
compromiso de la sociedad debe traducirse en el establecimiento de las condiciones que
permitan a todos acceso a las fuentes del conocimiento y de la educación, a la
asimilación y a la gestación de conocimiento.

        Tampoco todos han sido dotados con las mismas capacidades, ni han
manifestado empeño similar por aprender y progresar, ni tienen análoga destreza en los
distintos tipos de inteligencia. Es cierto. Hay una primera diferenciación, la genética,
que hace que unos tengan mayor inteligencia (capacidad de asimilar y de crear
conocimiento) que otros. Poco puede hacerse para solucionarlo, aunque la psicología
contemporánea viene mostrando que sólo usamos un pequeña parte del potencial de
nuestra mente, y que con motivación (externa pero, sobre todo, interna), todos podemos
avanzar. Tenemos que enseñarnos entre nosotros a fascinarnos ante el poder de la mente
humana.

        El conocimiento exige tanta cooperación, intercambio y aprendizaje mutuo que
las diferencias entre los seres humanos se irán reduciendo en todas las esferas. Y aquí se
aplica el famoso lema: “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus
necesidades”. A quienes poseen una mayor inteligencia, una mayor capacidad de
comprender, de adquirir y de alumbrar conocimiento, la sociedad debe exigirles más. Su
deuda con la sociedad es mayor, y están llamados a contribuir con sus capacidades al
progreso del saber. Y quienes tienen unas mayores necesidades educativas también
tienen que encontrar una respuesta por parte de la sociedad. El niño o la niña que
muestra grandes aptitudes para el aprendizaje necesitan que se le potencie, que la
sociedad y el sistema educativo sepan canalizar sus dones para ponerlos justamente al
servicio de todos. Si no, la sociedad perderá uno de sus mayores tesoros. Y el niño o la
niña que tenga más dificultades para aprender también necesitan más ayuda por parte de
la sociedad, más ayuda para que no queden relegados en el sistema educativo y logren
sacar a relucir todo lo que pueden dar de sí.

       También es cierto que las necesidades humanas se han configurado de tal modo
que no todos pueden dedicarse al conocimiento, porque hay tareas que requieren de un
gran esfuerzo material, esfuerzo que prácticamente esclaviza a las personas. Sin
embargo, tengo la esperanza de que los progresos científicos y tecnológicos permitan
que los trabajos más duros y exigentes materialmente los realicen máquinas y así, el ser
humano pueda centrarse en lo que le es más propio: el conocimiento, la creación y el
progreso.

        El conocimiento es, en definitiva, lo más democrático y democratizador que
tiene la humanidad. Rompe barreras (sociales, económicas, religiosas, culturales…) y
construye puentes. El conocimiento lleva a su expresión más acabada el ansia humana
de amor, de relación y de intercambio. El conocimiento une, libera y crea.

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Del conocimiento a la paz(i)

  • 1. DEL CONOCIMIENTO A LA PAZ Carlos Blanco La historia de la humanidad pone de manifiesto que no existe una relación directa entre conocimiento y paz. No siempre los que más han conocido y aquéllos cuyas mentes han sido capaces de elevarse por encima de lo inmediato para abrir nuevos mundos al intelecto humano, han sido también los que más han contribuido a edificar una cultura de paz. Gran parte del claustro de la Universidad de Viena se afilió al partido nazi, como también lo hicieron los premios Nobel de física alemanes Lenard y Stark. Hitler fue aplaudido al anexionarse Austria en 1938, en el célebre Anschluss, por cientos de miles de vieneses, por cientos de miles de habitantes de la ciudad de la música, de la literatura y del pensamiento. La ciudad que escenificaba de continuo las óperas de Mozart y que se deleitaba con las sonatas de Beethoven cayó presa del embrujo de Adolf Hitler, y se contagió del odio indiscriminado hacia tantas personas. ¿Cómo ha sido esto posible? Nunca debe quedar en el olvido de la memoria colectiva de la humanidad: corruptio optimi pessima, “la corrupción del mejor es la peor”, decían los clásicos, y nuestra convulsa historia reciente nos ha mostrado que en ocasiones los mejores han fallado. Creo que se trata de la contradicción fundamental del ser humano: con la fuerza de su razón construye las ciencias y el universo de la ética, pero con la fuerza de su egoísmo destruye a sus hermanos. Y, sin embargo, la humanidad parece albergar la esperanza de que llegue el momento en el cual sí se dé una relación directa entre conocimiento y paz. Así, muchas veces decimos que tal o cual pueblo ha sido o es más violento que otro porque sus gentes carecen de educación, o porque están regidos por líderes fanáticos que nublan el uso del entendimiento y someten toda acción humana al juicio del poder y no al juicio del conocimiento. También nos damos cuenta de que conforme han aumentado los índices educativos de nuestros países y, paulatinamente, más y más personas han tenido acceso a la educación superior, a la información, al cultivo de la lectura y del pensamiento y al libre intercambio de ideas y opiniones, la conciencia de solidaridad, de respeto mutuo, de sensibilidad hacia los problemas ajenos, de preocupación por el futuro del planeta, de atención hacia los colectivos tradicionalmente discriminados, de la importancia del diálogo, etc., no han hecho sino progresar. Fue Hegel quien afirmó que la historia de la humanidad era la historia de nuestra conciencia de libertad, historia repleta de dramas traumáticos que se inscriben en la dialéctica de un proceso que tantas veces se nos escapa, pero que a la larga trae una mayor conciencia de libertad, de autonomía y de inserción de cada individuo dentro de la comunidad humana y de su destino. La pregunta, por tanto, no se refiere a si existe de hecho una relación directa entre conocimiento y paz, ausente en tantas ocasiones en la historia del género humano, sino a si es posible que establezcamos teórica y prácticamente una conexión entre
  • 2. conocimiento y paz. Pero primero tenemos que alcanzar un cierto consenso en la definición de los términos. ¿Qué es el conocimiento? No pretendo resumir aquí miles de años de historia de la filosofía, con visiones tan distintas y muchas veces divergentes sobre la naturaleza del conocimiento. Se trata de encontrar una categorización que nos permita entender los elementos básicos que intervienen en lo que intuitivamente entendemos por conocimiento. A la empresa de categorizar la realidad han dedicado sus esfuerzos grandes mentes de la humanidad, como Aristóteles, cima de la lógica clásica, el teólogo y misionero mallorquín Ramón Llull en su Ars Magna, el jesuita y polígrafo alemán del siglo XVII Athanasius Kircher o el genial filósofo y matemático Leibniz. Su idea de hallar una characteristica universalis que incluyese los conceptos fundamentales del pensamiento humano para, a partir de ellos, construir juicios más complejos, al modo de una composición matemática, le persiguió durante toda su vida, y gracias a ello está considerado como uno de los precursores más ilustres de la lógica formal contemporánea. El siglo XX ha sido el siglo del lenguaje, con el famoso giro lingüístico en la filosofía que se ha impuesto tanto en la filosofía del mundo anglosajón, mediante la filosofía analítica, como en la del mundo continental europeo, a través la hermenéutica que parte, en gran medida, del énfasis del segundo Heidegger en el lenguaje. El conocimiento puede contemplarse como un escenario lingüístico de carácter narrativo, como la épica del conocimiento, en el que intervienen diversos agentes o, para usar la terminología que desarrolló ampliamente el semiólogo franco-lituano Algirdas Julián Greimas (1917-1992), “actantes”. Greimas, en su teoría semiótica, distingue seis tipos principales de actantes en todo discurso narrativo: sujeto, objeto, remitente, destinatario, ayudante y opositor. SORDAO es el acrónimo mnemotécnico en castellano. ¿Cuáles son los actantes en la trama del conocimiento? Sujeto: todo ser humano capaz de conocer, y especialmente los que generan conocimiento, los científicos y los pensadores. Objeto: lo real y lo posible. De hecho, en las ciencias humanas lo real se conoce por comparación con lo posible, como también sucede, a su manera, en las ciencias experimentales, donde lo posible es el mundo ideal de las formas matemáticas que se toma como modelo de la realidad. Remitente: la historia de la búsqueda humana de conocimiento. Desde los albores de nuestra racionalidad hemos mirado a lo alto y hemos contemplado las estrellas, y nos hemos preguntado por qué brillan. Einstein nos dio la respuesta… Destinatario: la humanidad, la entera sociedad humana. El conocimiento no se dirige sólo a los sabios: se dirige a todo hombre y a toda mujer que necesita, por naturaleza, conocer para vivir. Ayudante: las condiciones históricas, sociales, culturales y personales que favorecen la participación activa en la épica del conocimiento. Así, por ejemplo, basta pensar en el profundo impacto que tuvo para el helenismo la fundación de la Biblioteca de Alejandría por el rey Ptolomeo I de Egipto, de la dinastía de los lágidas. La
  • 3. Biblioteca se convirtió en el centro del saber de la Antigüedad, y contribuyó a que se definiese una paideia helenística, un ideal de cultura y de educación clásica para todas las gentes del helenismo que incluyese las obras fundamentales de la poesía, de la filosofía y de la ciencia. Esta biblioteca también tuvo sus repercusiones en culturas no helenísticas pero en contacto directo con el helenismo, como el judaísmo. La Carta de Aristeas, repleta de indudables detalles legendarios, está destinada a legitimar la traducción griega de la Biblia hebrea, conocida como Septuaginta o versión de los LXX, traducción que era no sólo una necesidad para los judíos de habla griega de la Diáspora, sino para que el judaísmo entrase de pleno en el ideal de cultura del ofreciendo su libro más preciado, la Biblia, ahora situado en la nueva Biblioteca de Alejandría. Opositor: ¿qué se opone al conocimiento? Al conocimiento actual la ignorancia, ciertamente, pero al conocimiento en cuanto tarea, el fanatismo, el dogmatismo, los prejuicios y la intolerancia. Se opone, en el fondo, la falta de una mente y de un espíritu de apertura, la falta de humildad de quien se aventura en el conocimiento y la falta de valoración social de la empresa del conocimiento. Pero sobre todo se opone la cerrazón, la negativa deliberada a aprender de todos y desde todo, motivada por la soberbia, la ideología, la cultura o la religión. Se opone al conocimiento quien no se dispone a sí mismo para una búsqueda constante y para un continuo plantearse preguntas, que a juicio de Heidegger son “la piedad del pensamiento”. ¿Y la paz? Repitamos el esquema de Greimas, tan didáctico e intuitivo: Sujeto: las personas y las sociedades. Objeto: lo individual y lo colectivo, la paz de cada uno consigo mismo (lo que Abraham Maslow llamó autorrealización) y la paz de las sociedades entre sí. Remitente: la historia de la búsqueda humana de paz, y la historia del desencuentro humano con la paz, siempre tan trágico. La historia de la humanidad, en definitiva. Destinatario: la humanidad entera. Ayudante: las condiciones que promueven la paz, especialmente el espíritu de tolerancia y de diálogo, el conocimiento mutuo entre los seres humanos y las culturas, la educación, la memoria de los pueblos y la esperanza de construir un futuro más fraterno. Opositor: el egoísmo, el odio y la ignorancia. Decía Kant que el egoísmo es el mal radical, y en definitiva, odio e ignorancia muchas veces responden a un sentimiento egoísta: egoísmo en el trato con los demás, en la negativa a verlos como semejantes, como hermanos y no como enemigos (una categoría que Carl Schmitt convirtió en concepto central de su filosofía política); y la ignorancia voluntaria muchas veces se debe al egoísmo de no querer abrirse a otras perspectivas. Seguramente uno de los sueños más bellos que ha tenido la humanidad es el de progreso indefinido. La Ilustración se maravilló de tal manera ante los logros de la razón humana, de la ciencia, de la técnica y de la crítica, que llegó a creer que la
  • 4. liberación propiciada por el creciente grado de conocimiento y de desarrollo asociado a este conocimiento nos haría inermes a las ataduras dogmáticas y a los enfrentamientos estériles motivados por la sinrazón y el desconocimiento. La felicidad vendría dada por un estado de progreso continuo, interminable, basado en el conocimiento y en la razón que nos permite conocer y transformar la realidad mediante ese conocimiento. El ser humano no debía temer a nada ni a nadie, sino confiar únicamente en su razón, porque su razón era su mejor arma. Desgraciadamente, la historia posterior al Siglo de las Luces demuestra que el sueño de la Ilustración no se ha cumplido. Sus promesas no se han realizado. El conocimiento, la ciencia y la técnica ocultan un inmenso poder destructor y dominador que no siempre favorece la humanización del mundo y de la historia. Humanización: he aquí la cuestión. Inicialmente, el mundo se presenta ante los hombres y las mujeres como una realidad hostil, extraña e ignota. Inspira un cierto miedo. Pero con el conocimiento y con la aplicación del conocimiento mediante la técnica humanizamos el mundo, o creemos que lo humanizamos. Nos protegemos de las inclemencias del mundo y de su carácter ciego, que no se expresa en términos de justicia sino de mera supervivencia, pero al hacerlo nos convertimos finalmente en la especie dominadora por excelencia y subyugamos el mundo. Y, en lo que se refiere al propio mundo humano, con el conocimiento tratamos de diseñar normas, instituciones, costumbres y estructuras sociales que aparentemente permiten la convivencia y, en este sentido, humanizan las relaciones entre personas. Pero a costa de un gran esfuerzo y, como brillantemente analizó Sigmund Freud, de reprimir pasiones que con frecuencia quedan relegadas en el inconsciente y que, eventualmente, pueden aparecer y generar no poco sufrimiento. Es la doble cara de todo proceso de humanización: muchas veces deshumaniza, y además no siempre es universal. No todas las personas han salido beneficiadas del ansia humana de humanización del mundo y de la historia. Hay muchas víctimas, cuyo testimonio sólo se hace público escasamente, que ha dejado atrás el deseo humano de progresar. Porque este deseo ha encubierto en determinados casos un deseo paralelo de poder y de dominio. Pero también somos conscientes de que difícilmente concebiremos otro fin para el ser humano y para la historia que una creciente humanización de todas las condiciones del mundo individual y del mundo social, que se configuran históricamente. O, en frase de Marx, “si las circunstancias forman al hombre, entonces es necesario formar humanamente las circunstancias”. No podemos renunciar a la utopía de transformar el conocimiento, de transformar la capacidad que tiene la mente humana de vincular hechos entre sí mediante explicaciones causales y de interpretar la realidad, en paz, de transformar el conocimiento en un mundo más humano. Como seres humanos interpretamos el mundo y la historia. Lo que inicialmente nos resulta extraño, es asimilado a nuestras categorías conceptuales y vitales por medio del pensamiento y de la acción. Adecuamos el mundo a nuestro mundo, la historia a nuestra historia. Comprendemos lo extraño desde lo que no nos es extraño, y la realidad que tantas veces nos desconcierta la comparamos con lo que nuestra mente, nuestra imaginación y nuestra fantasía, concibe como posible. La ciencia somete la multiplicidad de fenómenos del mundo a un conjunto de leyes y, sobre todo, de procedimientos metodológicos que nos permiten comprender lo aparentemente distinto como manifestación de una misma realidad subyacente. Así, la física ha conseguido descubrir las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, enseñándonos que la
  • 5. inmensa variabilidad de sucesos de la naturaleza se reduce, en último término, al concurso de cuatro interacciones fundamentales. Y, recientemente, la física también se plantea llegar a una “teoría del todo” que integre esas cuatro fuerzas. Con el hallazgo de la estructura del ADN, del ácido desoxirribonucleico, Watson y Crick sorprendieron al mundo al descubrir la clave de la vida, vida de la que participan tantos y tantos seres individuales. Los genes son fragmentos de ADN y en los genes se expresa la herencia de millones de años de evolución. Y con anterioridad Darwin ennobleció el anhelo humano de conocimiento al proponer una síntesis genial que unificaba la historia natural de la vida en la Tierra, haciendo proceder las especies más complejas a partir de las más simples. Lo aparentemente diverso, extraño y distinto, queda a la larga integrado dentro de una visión de conjunto. ¿Qué tienen que ver, a simple vista, el ser humano y el organismo unicelular más sencillo? Y, sin embargo, ambos dan testimonio del mismo proceso evolutivo que ha tenido lugar en nuestro planeta durante los últimos tres mil millones de años. Ya en el siglo XVII se produjo un avance sin parangón en la comprensión científica del mundo cuando Isaac Newton, en sus Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, probablemente la obra científica más importante de todos los tiempos, rompió la rígida separación que los griegos, y en particular Aristóteles, habían fijado entre la física de los fenómenos terrestres y la física de los fenómenos siderales. Las estrellas se regían por leyes especiales, porque constituían un mundo cuasi-divino, diferente del mundo de la Tierra. Pero llegó el genio de Newton, y demostró que las mismas leyes que se aplican en la Tierra sirven también para explicar lo que tiene lugar en los cuerpos del espacio sideral. Otra victoria del intelecto humano y de su progresiva, por utilizar una noción que popularizó el teólogo alemán Rudolf Bultmann, “des- mitologización” del mundo y de la historia. Los conocimientos que el ser humano adquiere en todos los campos del saber no son inmutables y no siempre son acumulativos. Quizás en las ciencias naturales pueda decirse que los conocimientos se acumulan, y que, si bien Albert Einstein corrigiese la mecánica de Newton y su teoría de la gravedad al formular su teoría de la relatividad (restringida y general), en el fondo la física de Newton sigue aplicándose como caso límite de la física de Einstein. Pero en las ciencias humanas no ocurre lo mismo. Poco tienen en común, salvo coincidencias puntuales, la antropología antigua, medieval y de la primera modernidad con la antropología contemporánea. Se identificarán, inevitablemente, en aspectos particulares, en informaciones concretas que siguen siendo válidas aunque sean ampliadas o relativizadas, pero raramente se identificarán en la metodología de fondo empleada. Sin embargo, el método científico continúa vigente desde Galileo, a finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII, y representa uno de los mayores hitos en la historia de la humanidad. Ese mismo método ha permitido corregir a Galileo y a Newton, pero no ha alterado significativamente sus fundamentos. Se trata, así pues, de un método que entraña un inmenso poder conceptual y explicativo, un inmenso poder humanizador al permitir a la mente humana avanzar en su comprensión del mundo. Sus éxitos han hecho que se aplique, aun con problemas, al ámbito de las ciencias humanas y sociales y que se instituya en una especie de “ideal” de racionalidad, de rigor y de conocimiento en sentido estricto. La ciencia es el conocimiento por excelencia, pero la ciencia no es la paz por excelencia. La ciencia que desentraña los misterios del universo y que nos muestra el fascinante mundo de las partículas elementales, la ciencia que incluso llega a la teoría del caos y adquiere conciencia de que su potencial predictivo puede ser ilusorio, fabrica las armas más potentes del ingenio humano y nos permite, por primera vez en la historia,
  • 6. destruir por completo el planeta y destruirnos a nosotros mismos. La ciencia inspira también temor, temor a que las relaciones humanas sean cada vez menos humanas, a que la técnica lo invada todo y no deje espacio a la creatividad, a la fantasía y a la vida, a que lo artificial haga sucumbir a lo natural, a que algunos se aprovechen del inmenso potencial de la ciencia y de la técnica para ejercer dominio sobre otras personas, etc. Volvemos a la misma idea de partida: la experiencia ha hecho a la razón pesimista sobre la capacidad de la ciencia, y del conocimiento en sentido más general, de traer paz al mundo y a nuestro mundo personal. La idea contraria se antoja más bien como una utopía trasnochada, propia de la Ilustración y desacreditada por la historia reciente. Como humanos, siempre hemos querido vivir mejor, siempre hemos aspirado a una vida más plena, más humana, más íntegra. Incluso quienes han cometido horrendos crímenes, muchas veces los han justificado apelando a su carácter necesario en aras de conseguir un mejor futuro para su pueblo. La humanidad siempre ha mirado hacia delante. No hemos sido presos de nuestro pasado. Hemos mirado, ciertamente, al pasado, y en determinadas etapas de la historia el presente ha sido rehén del pasado, de concepciones caducas y de poderes caducos. Pero desde la Ilustración, la humanidad sólo tiene futuro. El presente queda relativizado en función del futuro y ya no se nos ocurriría pensar que el pasado tiene una legitimidad que se instaure sobre el valor del presente encaminado al futuro. Planificamos, proyectamos, ideamos, concebimos, imaginamos y soñamos con lo futuro. Creemos que la ciencia acabará encontrando una vacuna contra el sida o el cáncer, que conflictos bélicos actuales se terminarán solucionando, que los poderes presentes cederán el testigo a poderes futuros, que lo que ahora desconocemos o de lo que conocemos poco, como el cerebro, no será un misterio dentro de años, décadas o siglos, y que las ideas que a día de hoy tomamos como universalmente válidas e incuestionables quizás dejen de serlo dentro de un tiempo. Hagamos examen de conciencia sobre este punto y seguramente pensemos que todo cambiará, y quizás a mejor, en un futuro. Pero todo cambiará. Ya no creemos en una vuelta al pasado. Lo anterior se nos muestra como regresivo, mientras que en el futuro situamos todo avance. Nos hemos convencido de la irreversibilidad del tiempo, de esa flecha que establece la segunda ley de la termodinámica, y concebimos el mundo y la historia en base a este concepto: el tiempo prosigue su curso y no tenemos más alternativa que mirar hacia delante. La humanidad pone su esperanza en el futuro, en que en un futuro algún genio explique lo que hoy nos resulta enigmático, que la tecnología haga nuestras vidas más fáciles, que pueblos hoy enemistados lleguen a entenderse y a amarse, o que conquistemos nuevos mundos hoy lejanos y casi inalcanzables. Pero no siempre ha sido así. Hace siglos la humanidad ponía sus ojos en el pasado, en la edad dorada inicial. Platón miraba a la Atlántida, sempiterno mito de una civilización superior que luego fue destruida y que permanece imbatible, insuperada. Todo lo posterior ha sido decadencia. La Biblia nos habla del jardín del Edén como estado inicial de perfecta armonía entre el ser humano, Dios y la naturaleza. Pero con el pecado vino la perdición y el hombre y la mujer tuvieron que abandonar ese jardín idílico para entrar en la crudeza de la historia. Todo ha ido a peor. Después de Grecia y Roma, de su arte, de sus matemáticas y de su cultura, la decadencia y la pérdida del saber clásico. Europa no superó a los griegos en conocimientos matemáticos hasta bien entrado el siglo XVII, con el descubrimiento del concepto de función y con la invención del cálculo infinitesimal por Newton y Leibniz. El zoroastrismo, el judaísmo profético y tardío y el cristianismo incorporaban ya, en cierto modo, una idea de historia lineal que se dirige a una consumación. No se
  • 7. limitaban a mirar al pasado, sino que con sus doctrinas escatológicas hacían depender el pasado y la comprensión del pasado del futuro. Esto fue un paso relevante, aunque sólo con la filosofía de los siglos XVII y XVIII la conciencia occidental se abrió definitivamente a la perspectiva del futuro, en gran medida secularizando nociones de la tradición judeo-cristiana. El futuro se ha convertido en sinónimo de esperanza. Ernst Bloch consagró su principal libro, El Principio Esperanza, al estudio de la esperanza humana en un futuro mejor, idea asumida por las llamadas “teologías de la esperanza”, que subrayan la orientación del pensamiento cristiano hacia la dinámica del futuro, del futuro abierto capaz de revelar un horizonte más humano. Pero el futuro también se ha convertido en sinónimo de incertidumbre o incluso de miedo. No sabemos qué nos puede deparar y nos asusta lo que nos pueda deparar, porque con anterioridad nos ha deparado cosas tan horrendas que sólo recordarlas nos produce pánico. Theodor Adorno escribió que después de Auschwitz no se podía hacer poesía. Y, es verdad, después de semejante núcleo de inhumanidad es muy difícil hacer poesía, pero no imposible. La humanidad ha seguido haciendo poesía y haciendo ciencia. La humanidad ha seguido viviendo, y esforzándose por vivir humanamente. Poco antes de morir con ciento dos años, el gran teórico de la hermenéutica en Europa, Hans-Georg Gadamer, decía que el mensaje principal de su obra era el siguiente: la humanidad no debe perder la esperanza. El poeta chileno Pablo Neruda reiteraba esta idea en su discurso de recepción del premio Nobel de Literatura en 1971: “Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: "A l'aurore, armes d'une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes". "Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades". Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el Vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera. En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano”. ¿Por qué perderla? Los peores tropiezos están en contradicción con los grandes aciertos de la humanidad. La miseria y la destrucción entran en contradicción con lo sublime de la música o con la belleza de la ciencia. Pero, ¿por qué pensar que los tropiezos de la historia son inevitables? ¿Por qué pensar que no cabe un futuro mejor? ¿Por qué resignarse y caer presos del pasado? ¿Por qué no hacer alarde de nuestra fuerza de superación, inspirada en la convicción de que el futuro, en cuanto escenario de lo imprevisible y de lo desconocido, es por ello un escenario de novedad y de esperanza? La muerte es una realidad terrible que nos lleva atemorizando desde los albores de nuestra realidad, pero también es una realidad transformadora que permite la renovación
  • 8. de la historia. Como decía el físico Max Planck, muchas veces las teorías científicas no se imponen por la fuerza intrínseca de sus argumentos, sino porque quienes se oponían a ellas abandonan este mundo. Los peores criminales del pasado ya no existen y permanecen en la memoria del olvido, mientras que los grandes creadores, los científicos, los sabios, los humanistas y los santos de las distintas religiones permanecen en la memoria y existen en el orgullo de la humanidad. Nuestros niños y niñas estudian su vida y su testimonio en las escuelas porque queremos que así lo hagan, porque queremos que aprendan de los buenos ejemplos que inspira la historia. Y queremos que también conozcan los malos ejemplos para que no se repitan, aunque, por otra parte, sepamos también que no siempre conocer la historia ha evitado que ésta no vuelva a repetirse. La incertidumbre de la historia es la certidumbre de que el futuro nos ofrece un horizonte de novedad. La incertidumbre de la historia es, así, la certeza de la esperanza. De esta forma, la pregunta que planteábamos sobre si es posible que se llegue a dar una conexión directa entre conocimiento y paz se convierte en la siguiente incógnita: ¿es posible tener esperanza en que el conocimiento conduzca a la paz? Cabe pensar en la relación entre conocimiento y paz como si se tratara de dos polos opuestos: el conocimiento, sinónimo de lo teórico, por un lado, y la paz, resultado de la acción, por otro. Teoría y praxis, contemplación y acción. El conocimiento sería lo abstraído de la realidad y de la acción sobre la realidad, la teoría pura que elude mezclarse con la acción para no quedar contaminada por su parcialidad, contingencia y relatividad. La acción, por su parte, muchas veces recela de la teoría porque la ve como algo que no pone los pies sobre la tierra, como algo que no está firmemente asentado en el terreno de la realidad y que divaga o especula sin siempre encontrar la aplicación concreta. Las ciencias experimentales han sido capaces de establecer una feliz armonía entre teoría y praxis, entre conocimiento y aplicación. La tecnología ha servido para dar prestigio a la ciencia tanto o más que la capacidad que tiene la ciencia de explicarnos el por qué de los fenómenos de la naturaleza. Pero en las ciencias humanas y sociales no se ha logrado configurar una relación tan estrecha. Bien es cierto que, por ejemplo, nuestros sistemas democráticos serían inconcebibles sin la labor de reflexión de tantos grandes pensadores en los últimos siglos, y ya desde la Grecia antigua, que iluminado con el poder de sus ideas la realidad social y el modo de organizarla con libertad y con justicia. Por tanto, todo juicio sobre la aparente inutilidad de las humanidades frente a la gran utilidad de las ciencias debe ser tachado, inmediatamente, de precipitado y de superficial. Una cultura que no valore las humanidades y que todo lo reduzca a materias “prácticas” se convertirá, inevitablemente, en una cultura simple y superficial. En palabras de Schelling, “el horror a la especulación, el ostensible abandono de lo teórico por lo netamente práctico produce ostensiblemente en el obrar la misma banalidad que en el saber”. Cultivar disciplinas aparentemente inútiles constituye un signo de libertad, de indeterminación y de grandeza humana, y el drama de nuestro tiempo es que el cultivo de esas disciplinas sólo sea posible en países avanzados cuya principal preocupación no es la mera subsistencia. Debemos desprendernos de la idea de que el conocimiento corresponde, en lo esencial, a la teoría pura y a la esfera de lo desinteresado, frente a la acción, guiada por fines e intereses prácticos. El ser humano es, ante todo, un ser que interpreta su mundo y el mundo, como han subrayado magistralmente la hermenéutica y en especial Hans- Georg Gadamer en Verdad y método. Todo conocimiento, incluso el que parece erigirse
  • 9. como quintaesencia de la objetividad, es subjetivo en cuanto proyecta un prejuicio humano sobre el mundo. La ciencia no es objetiva a secas: es objetiva desde la subjetividad humana. Categorizamos el mundo de acuerdo con nuestros conceptos y con nuestros prejuicios. Por ejemplo, partimos del presupuesto de que es posible comprender la naturaleza y desentrañar sus leyes, pero podría ser que todo fuese, en último término, una ilusión, una mera coincidencia. El premio Nobel de física Wigner escribió un libro en el que analizaba la poco razonable efectividad de la aplicación de las matemáticas en las ciencias de la naturaleza. Porque, en efecto, no tenemos ningún argumento que a priori nos diga que el universo de las formas matemáticas que concebimos en nuestra mente pueda describir con exactitud el universo de los objetos físicos. Aristóteles negaba esta posibilidad, aunque la ciencia posterior parece haber dado la razón a Platón y a su confianza en las formas matemáticas como clave hermenéutica de la realidad física, tal y como lo expuso Werner Heisenberg en un célebre discurso en el Areópago de Atenas. Al mirar científicamente al mundo partimos del prejuicio de que el mundo es inteligible y de que se nos muestra como una realidad objetiva. Y como mostró Gadamer, toda comprensión entraña una precomprensión, y ésta es la precomprensión básica de las ciencias: un mundo inteligible y sujeto a leyes universales que rigen por igual en cualquier punto del universo si se cumplen las mismas condiciones. Nuestros enunciados no se refiere sin más a estados de las cosas, sino que ellos mismos dependen de un sistema de referencia conceptual puesto por nuestra propia mente. En las últimas décadas, con los avances en la física y en la matemática suscitados por ramas como la mecánica cuántica o la teoría del caos, nuestra confianza en la inteligibilidad del mundo y en el poder de la razón para entender y predecir lo que ocurre en el mundo ya no es tan incontestable. Se nos escapan muchas cosas. Pero la empresa científica prosigue, aunque la ciencia sea más consciente de sus limitaciones teóricas. No hay motivo para identificar el conocimiento con la teoría pura desinteresada y desligada voluntariamente de la acción. Todo conocimiento es ya un acto de humanización, al igual que toda acción sobre el mundo nos reporta un conocimiento sobre el mundo. Al conocer, al abrirnos a lo extraño, también aprendemos a conocernos a nosotros mismos. Al conocer nos liberamos de lo inmediato y también nos liberamos de nosotros mismos, de nuestras ideas preconcebidas, de nuestro entorno, de nuestra propia historia. Pocas experiencias son tan gratificantes como la de aprender, como la de abrirse a algo nuevo que nos saca del aquí y del ahora, del hic et nunc. Incluso la aparentemente inútil y ociosa reflexión de los primeros filósofos sobre el cosmos y el arjé de la naturaleza fue imprescindible para que la mente humana se liberase de las cadenas de una concepción mágica del mundo y emprendiese la senda de la racionalización del mundo. De lo contrario, cualquier individuo medianamente hábil o astuto podría haber seguido engañando y dominando a sus congéneres al atribuirse la capacidad de controlar esas fuerzas mágicas. El conocimiento, y el uso de la razón que nos lleva a él, están al alcance de todos, y no sólo de los sabios y de los poderosos. La evidencia de la razón es la más liberadora de las evidencias. Martín Lutero se lo hizo saber al Emperador Carlos V en la Dieta de Worms: o era convencido por la fuerza de la razón o por argumentos extraídos de la Sagrada Escritura, o no estaba dispuesto a retractarse. No se iba a dejar convencer por el argumento de autoridad. El conocimiento vence toda autoridad e instaura él mismo la autoridad. Muchas veces somos presos de prejuicios, y el mismo conocimiento no es ajeno a esta realidad, pero lo extraordinario de la historia es que hemos sido capaces de concienciarnos de esos prejuicios.
  • 10. Jürgen Habermas ha expresado con notable profundidad el vínculo que existe entre conocimiento e interés. Las ciencias empírico-analíticas tienen un interés técnico, un interés de dominio. Esto no significa que todo en la ciencia se haga para buscar una aplicación práctica, sino que incluso los enunciados que sólo pretenden quedarse en el campo de la teoría se someten a unos procedimientos de validación (o, siguiendo a Popper, de falsación) para así reforzar el método científico. Provocamos las condiciones de los experimentos para así legitimar los enunciados teóricos en base a nuestro ideal de ciencia hipotético-deductiva. Las ciencias histórico-hermenéuticas tienen como horizonte la interpretación del mundo y de la historia, de manera que con esa interpretación el sujeto que interpreta se comprenda a sí mismo. No se comprende por comprender sin más, sino que se comprende para en realidad comprendernos a nosotros mismos. Es un interés intrínseco del que es inútil intentar desligarse, porque todo desarrollo en las ciencias humanas sirve también para conocernos en nuestra situación presente que, eventualmente, nos ilumine sobre el modo en que debemos actuar. En palabras de Habermas, “la investigación hermenéutica abre la realidad guiada por el interés de conservar y ampliar la intersubjetividad de una posible comprensión orientadora de la acción”. De hecho, uno de los mayores logros de este tipo de disciplinas ha sido precisamente el de poner de relieve la fuerza de nuestras precomprensiones en campos como la interpretación de la historia o de la sociedad. Las filosofías de las sospecha, pese a todas sus limitaciones, han contribuido a aclarar que la pretendida neutralidad de hermenéuticas del pasado escondía, en realidad, una voluntad de dominio, y sólo mediante la reflexión hemos sido capaces de liberarnos de esos prejuicios escleróticos para el pensamiento y la acción. Es uno de los éxitos de la sociología del conocimiento: insertar la búsqueda humana de conocimiento dentro de un contexto histórico y social para que esa misma búsqueda no caiga presa de la ilusión de la objetividad pura que, con frecuencia, enmascara prejuicios ancestrales que en lugar de liberarnos de la ignorancia nos atan más a ella. Y, finalmente, Habermas reconoce una tercera clase de ciencia, la crítica, cuyo interés es el interés emancipatorio de la razón: que la razón se haga a sí misma libre y sea capaz de instaurar un diálogo libre de dominio entre todos los agentes racionales: “sólo en una sociedad emancipada, que hubiera conseguido la autonomía de todos sus miembros, se desplegaría la comunicación hacia un diálogo, libre de dominación, de todos con todos, en el que nosotros vemos siempre el paradigma de la recíprocamente constituida identidad del yo como también la idea del verdadero consenso”. La ciencia crítica coincide fundamentalmente con lo que la historia del pensamiento occidental ha llamado “filosofía”. Y el “amor a la sabiduría” que ha inspirado la labor filosófica durante siglos no es en absoluto ajeno al mundo de la acción. La filosofía raramente ha sido una especulación vacía, desconectada voluntariamente del acontecer real. Los filósofos han estado influidos por el mundo en que vivían y han influido con sus ideas en el mundo en que vivían. En este sentido, la filosofía ha sido siempre política, entendiendo por política lo que tiene que ver con la polis, con la comunidad humana. La filosofía ha tenido una vocación de comprensión y de humanización, ¿y acaso hay algo más eminentemente político que la voluntad de comprender y de humanizar? Incluso un filósofo tan aparentemente instalado en el universo celeste de las ideas como Platón sufrió en sus propias carnes lo que significan las implicaciones políticas del pensamiento filosófico: fue vendido dos veces como esclavo por el tirano de Siracusa cuando le presentó su proyecto de República regida por el rey-filósofo. ¡Platón, aquél que contempló un kosmos noetikós, un mundo inteligible de ideas plenamente realizadas, el orden de lo realmente real, vendido como esclavo! La
  • 11. mayor de las humillaciones, pero también la consecuencia del filosofar: no pasar inadvertido ante el mundo. Incluso las especulaciones más variopintas de las metafísicas racionalistas y precríticas tenían implicaciones políticas: respondían a un deseo de categorización del mundo, a un deseo de racionalización del mundo que también se iría reflejando paulatinamente en las formas de organización social. Y, por encima de todo, la filosofía siempre ha favorecido, por su propia naturaleza, un diálogo. La filosofía ha suscitado preguntas que exigían del diálogo para aproximarse a ellas, de la reflexión conjunta entre los hombres y mujeres. La filosofía ha promovido la comunicación humana, y quizás sea éste el mayor éxito del pensamiento filosófico: haber establecido condiciones intelectuales y sociales para que la humanidad no dejase en ningún momento de plantearse preguntas y, de esta manera, de trascenderse a sí misma y de elevarse por encima de lo dado. Lo más característico de la especie humana es su capacidad de comunicación. La comunicación puede, ciertamente, cosificar y ser ella misma generadora de estructuras, pero ante todo, la comunicación sirve a los individuos y a las colectividades para trascenderse, para lograr un espacio de comprensión más amplio, para superar las parcialidades y posibilitar nuevos espacios de acción y de reflexión. En este sentido, cabe hablar de un humanismo pluralista que no concibe al individuo en base a su inserción en estructuras preestablecidas, o a las culturas como entidades aisladas que repiten arquetípicamente invariables estructurales, sino en base a su capacidad constante de reformar esas mismas relaciones estructurales. La comunicación se muestra en la ciencia, en la filosofía y en el arte. Con la comunicación, los seres humanos rompen progresivamente las coacciones de las estructuras naturales y sociales, alcanzando una mayor conciencia de su libertad. No hay marcha atrás en la conciencia de la libertad. El mismo hombre que descubre estar sujeto a estructuras es quien imagina los modos de superar esas estructuras. El mismo hombre que se ve preso de lo preestablecido se lanza, en la aventura del conocimiento, a ofrecer nuevos espacios de vida y de pensamiento. La comunicación permite a los seres humanos salir de su ensimismamiento, y permite a las culturas abrirse a la interacción recíprocamente fecunda. La comunicación está así en la base de todo progreso histórico, progreso que sólo puede consistir en la adquisición de un mayor espacio de realización y de liberación humanas. Los avances en el conocimiento y en las relaciones sociales son un testimonio del poder de la comunicación: han alumbrado un nuevo universo de humanismo, donde la ignorancia y las relaciones de dominio han ido cediendo el testigo al entendimiento y a la libertad. Toda nueva ignorancia y toda nueva relación de dominio son intrínsecamente coyunturales, porque en la comunicación reside la herramienta para superarlas constantemente. La esperanza en la posibilidad de formar humanamente las estructuras preestablecidas es la esperanza en el progreso; es la esperanza en la humanidad. Es una esperanza firmemente enraizada en la naturaleza de la comunicación. La acción comunicativa establece un medio simbólico para que individuos y colectividades entren en contacto. La comunicación siempre establece un espacio que trasciende la parcialidad del individuo singular y de la colectividad o cultura singular. La comunicación es esencialmente superadora de parcialidades; es el espacio de lo universal. La comunicación es la esperanza del ser humano. Por ello, todo proyecto de humanización debe perseguir lo que Habermas ha llamado “una comunicación libre de dominios”, una comunicación donde sujetos y colectividades puedan expresar todas sus virtualidades, una comunicación que alumbre un espacio auténtico de realización. El
  • 12. humanismo pluralista, el humanismo que no obvia los resultados del análisis estructural sobre la manera en que la historia, la sociedad, la economía y la ciencia condicionan la comprensión de nosotros mismos; el humanismo que no pretende imponer a priori un concepto de hombre, asume la esperanza en un futuro más humano. El humanismo pluralista es así el humanismo de la comunicación, el humanismo que ve en la capacidad de comunicación la mayor fuerza del hombre. Comunicación que es incluso capaz de comunicar lo inconsciente; comunicación que es incluso capaz de identificar las relaciones estructurales; comunicación que está en la base de todo avance en el conocimiento. Conocimiento que es el instrumento de humanización por antonomasia, al ser un continuo generador de nuevos espacios de comprensión que permiten superar la parcialidad que necesariamente lleva a la paralización de todo progreso. En el conocimiento como puerta hacia la humanización convergen las ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre. Las ciencias naturales y las ciencias humanas pueden contribuir de igual modo a posibilitar una mayor conciencia de libertad. Al suprimir las cadenas de la ignorancia y al tener un inherente poder de transformarse en técnica y en idea social, las ciencias naturales y humanas construyen el instrumento que no sólo materializa el ansia humana de realización, sino que edifica el escenario de una nueva comunicación, de una comunicación aún más libre de dominios: de una comunicación aún más humana. El fin de la historia no puede estar sino en la actualización de la infinita capacidad humana de comunicación. La ciencia, la técnica y el pensamiento (en cuanto fuerza que alumbra ideas que regirán el funcionamiento de la sociedad y la comprensión que tiene de sí misma), resultado por excelencia de la comunicación entre los individuos y las colectividades, entre las personas y las culturas, alimentan la esperanza de humanización y de lograr una naturaleza fraternal. El potencial deshumanizador de la ciencia, de la técnica y del pensamiento, puesto de relieve por tantos autores (sobre todo por Max Horkheimer y Theodor Adorno en la Dialéctica de la Ilustración) no puede esconder una evidencia fundamental: la comunicación nos permite ser conscientes de ese potencial deshumanizador, y la ciencia, la técnica y el pensamiento impulsan la comunicación. Por tanto, todo potencial peligro de deshumanización que emane del conocimiento y de su aplicación sobre la naturaleza o sobre la sociedad no podrá eludir el juicio de la razón humana al que lleva la comunicación entre personas y culturas. Todo potencial deshumanizador no podrá sino dejar paso a un potencial humanizador, porque en la comunicación como esencia del ser humano está la llave de su libertad y del florecimiento de sus auténticas posibilidades de realización. El conocimiento como la obra más genuina de la comunicación no puede ser ajeno al crecimiento de la conciencia moral humana. En palabras de Noam Chomsky en Reflections on Language: “es razonable suponer que lo mismo que las estructuras intrínsecas de la mente subyacen en el desarrollo de las estructuras cognoscitivas, también el ‘carácter de especie’ provee el marco para el crecimiento de la conciencia moral, de la realización cultural e inclusive de la participación en una comunidad libre y justa… Hay una importante tradición intelectual que presenta importantes alegatos a este respecto. Aunque esta tradición se inspira en el compromiso empirista en el progreso y en la ilustración, creo que encuentra raíces intelectuales aún más profundas en los esfuerzos racionalistas para fundar una teoría de la libertad humana. Investigar, profundizar en y a ser posible establecer las ideas desarrolladas en esta tradición por los métodos de la ciencia es una tarea fundamental para la teoría social libertaria”. La comunicación edifica un espacio de universalidad para el ser humano, y sólo una ética de la universalidad, una ética que tome conciencia de la universalidad como
  • 13. proyecto, podrá erigirse en ética auténticamente humanizadora. Las grandes tradiciones sapienciales, culturales y religiosas de la humanidad convergen en la formulación de una ética de la humanización, de una ética que permita que el verdadero potencial del ser humano, potencial de conocimiento y de libertad, resplandezca. Una ética que, sin caer en la ingenuidad interesada e ideológica que concibe un discurso de justificación que pretende hacer al sujeto individual único responsable de sus acciones y que pretende exonerar al sistema (social, económico, cultural…) y a sus estructuras de toda culpa en la falta de humanización, pero tampoco cediendo ante las presiones de una visión exclusivamente estructural, logre justamente sacar a relucir que sólo en una comunicación libre pueden aflorar las verdaderas posibilidades del ser humano, y que sólo en ella como medio y como fin, toda persona (sin distinción de género, raza, procedencia, religión o pensamiento) y toda cultura pueda expresarse, realizarse y, más aún, ser humanamente. Y esa humanidad humanizada a través de la comunicación entrará también en diálogo con la naturaleza física, con el mundo: “en lugar de tratar a la naturaleza como objeto de una disposición posible, se la podrá considerar como el interlocutor en una posible interacción. En vez de a la naturaleza explotada cabe buscar a la naturaleza fraternal. Podemos (…) comunicar con la naturaleza, en lugar de limitarnos a trabajarla cortando la comunicación. Y un particular atractivo, para decir lo menos que puede decirse, es el que conserva la idea de que la subjetividad de la naturaleza, todavía encadenada, no podrá ser liberada hasta que la comunicación de los hombres entre sí no se vea libre de dominio. Sólo cuando los hombres comunicaran sin coacciones y cada uno pudiera reconocerse en el otro, podría la especie humana reconocer a la naturaleza como un sujeto y no sólo, como quería el idealismo alemán, reconocerla como lo otro de sí, sino reconocerla en ella como en otro sujeto” (Habermas, Ciencia y Técnica como Ideología). Raimon Panikkar habla de “ecosofía”, de “sabiduría de la Tierra” a través del diálogo con la Tierra. La explosión de conocimiento y de innovación intelectual y tecnológica a la que hemos asistido en las últimas décadas ha transformado, a veces de manera paulatina y otras de forma abrupta, todos los estratos de nuestra vida individual y social. El desarrollo y, sobre todo, la progresiva universalización del acceso a Internet, nos han dotado de una capacidad de disponer de las fuentes de conocimiento y de información que ni los más utópicos de los siglos pasados habrían podido imaginar. Es como si un gran sueño, ese sueño por conocer, por entender y por descubrir, que nos ha acompañado durante milenios, estuviese superando las expectativas más optimistas de los más soñadores y confidentes en los frutos del progreso humano. Estoy convencido de que la primacía en el siglo XXI le va a corresponder al conocimiento, en lo que podríamos denominar provisionalmente como matematismo. De darse esta situación, estaríamos ante la mayor humanización y democratización de las actividades económicas y sociales de nuestra historia. La legitimidad, el poder o la autoridad ya no vendrían dadas por el control del capital, del trabajo o de la naturaleza, sino por el control del conocimiento, y como el conocimiento nos es cada vez más accesible, las oportunidades de participación activa en la economía y, en general, en todas las áreas de la sociedad, serían mayores y más universales. Probablemente no exista nada en el mundo que nos libere más de las barreras, prejuicios y cadenas que el conocimiento. Nos pueden quitar la libertad, pero no el conocimiento. Con el conocimiento logramos vencer todo intento de dominio (cultural, económico, religioso…). Con el conocimiento aprendemos a comprender a los demás, a
  • 14. comprender la naturaleza, y a comprendernos a nosotros mismos. Conociendo, ponemos las cosas en su lugar. Relativizamos nuestras posiciones y nos hacemos conscientes de que hay mucho más de lo que piensa nuestra filosofía. Dessinunt odisse qui dessinunt ignorare: “dejan de odiar los que dejan de ignorar”, en frase del teólogo Tertuliano (160-220). Lo desconocido nos produce temor o desconcierto. Ocurre igual con las personas que no conocemos: podemos sentir miedo, indiferencia o incluso envidia hacia ellas, pero probablemente si las conociésemos de primera mano las desmitificaríamos y dejarían de producirnos miedo, indiferencia o envidia. Por ello, la amistad y el conocimiento del mayor número de personas posible es una parte esencial de la educación y de la felicidad del ser humano. Con el conocimiento aprendemos a no resignarnos ante lo que parece inexorable, porque precisamente es la tarea del conocimiento y de la capacidad humana de alumbrar nuevo conocimiento el vencimiento de dificultades, obstáculos y aporías. En el conocimiento, el ser humano se abre a todo y a todos. Decía Aristóteles que el “alma es, de alguna manera, todas las cosas”. Sustituyamos conocimiento por alma y veremos cuánto sentido tiene la frase del filósofo griego. El conocimiento es la creación más extraordinaria del ser humano. Una característica notable del conocimiento es que tiende a difundirse. Rara vez permanece opaco, oculto o escondido, a pesar de los más poderosos intentos por silenciarlo. Todo código se acaba descifrando y todo enigma resolviendo. Todo se acaba sabiendo. Por ello, el conocimiento constituye el vínculo de unión por excelencia entre los seres humanos. El conocimiento atrae al conocimiento, y el deseo de conocer es común a todos: “todos los hombres buscan por naturaleza conocer”, escribe Aristóteles al comienzo de su Metafísica. No todos tienen las mismas posibilidades, ni internas ni externas, de conocer. Es deber de la sociedad favorecer que todos tengan acceso a las fuentes del conocimiento y de la educación. Nadie es libre si vive en la ignorancia y en el desconocimiento. El compromiso de la sociedad debe traducirse en el establecimiento de las condiciones que permitan a todos acceso a las fuentes del conocimiento y de la educación, a la asimilación y a la gestación de conocimiento. Tampoco todos han sido dotados con las mismas capacidades, ni han manifestado empeño similar por aprender y progresar, ni tienen análoga destreza en los distintos tipos de inteligencia. Es cierto. Hay una primera diferenciación, la genética, que hace que unos tengan mayor inteligencia (capacidad de asimilar y de crear conocimiento) que otros. Poco puede hacerse para solucionarlo, aunque la psicología contemporánea viene mostrando que sólo usamos un pequeña parte del potencial de nuestra mente, y que con motivación (externa pero, sobre todo, interna), todos podemos avanzar. Tenemos que enseñarnos entre nosotros a fascinarnos ante el poder de la mente humana. El conocimiento exige tanta cooperación, intercambio y aprendizaje mutuo que las diferencias entre los seres humanos se irán reduciendo en todas las esferas. Y aquí se aplica el famoso lema: “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”. A quienes poseen una mayor inteligencia, una mayor capacidad de comprender, de adquirir y de alumbrar conocimiento, la sociedad debe exigirles más. Su deuda con la sociedad es mayor, y están llamados a contribuir con sus capacidades al
  • 15. progreso del saber. Y quienes tienen unas mayores necesidades educativas también tienen que encontrar una respuesta por parte de la sociedad. El niño o la niña que muestra grandes aptitudes para el aprendizaje necesitan que se le potencie, que la sociedad y el sistema educativo sepan canalizar sus dones para ponerlos justamente al servicio de todos. Si no, la sociedad perderá uno de sus mayores tesoros. Y el niño o la niña que tenga más dificultades para aprender también necesitan más ayuda por parte de la sociedad, más ayuda para que no queden relegados en el sistema educativo y logren sacar a relucir todo lo que pueden dar de sí. También es cierto que las necesidades humanas se han configurado de tal modo que no todos pueden dedicarse al conocimiento, porque hay tareas que requieren de un gran esfuerzo material, esfuerzo que prácticamente esclaviza a las personas. Sin embargo, tengo la esperanza de que los progresos científicos y tecnológicos permitan que los trabajos más duros y exigentes materialmente los realicen máquinas y así, el ser humano pueda centrarse en lo que le es más propio: el conocimiento, la creación y el progreso. El conocimiento es, en definitiva, lo más democrático y democratizador que tiene la humanidad. Rompe barreras (sociales, económicas, religiosas, culturales…) y construye puentes. El conocimiento lleva a su expresión más acabada el ansia humana de amor, de relación y de intercambio. El conocimiento une, libera y crea.